Una tarde de Abril nos reunimos en la cálida compaña de
nuestros cómplices letraheridos. Un Abril como el de aquel de hace más de 80
años. ¿Qué tendrá ese período de la historia de España del que no conseguimos
despegarnos? A pesar del empacho una y otra vez volvemos a aquel sitio que nos
explica muy bien quienes fuimos y quienes somos. La historia, maestra de vida.
Y hablando de maestras, aquí tenemos a Gabriela, nuestra
maestrita, toda ilusión e ingenuidad, recogiendo las notas del último examen de
la carrera. Al poco tiempo vemos a nuestra
heroína atravesando el Atlántico para llegar al último vestigio de nuestro
imperio: Guinea Ecuatorial y Fernando Po. (En este punto es imposible contener
la nostalgia que acerca el recuerdo de un mapa de España de vivos colores y en
el que en una esquinilla, junto a las Canarias, se encuentra el destino de
Joselito). Dicen las malas lenguas que Gabriela no podrá recuperarse ya de la
vida palpitante del Trópico. Tampoco de aquel amor que pudo ser y no fue. La
pobreza de medios suele venir, en el caso de la educación, contrarrestada
paradójicamente con un entusiasmo desbordante. El de los niños y el de las
maestras. Quien no se crea esto que digo que vea “Binta y la gran idea”.
Es nuestra admirada protagonista una mujer peculiar.
Valiente: ¿cómo si no se podría embarcar uno rumbo a Guinea? Pero también excesivamente
prudente: no da rienda al corazón loco. Es indudablemente generosa: se puede
ser de otra manera siendo una buena maestra. Pero precisamente por eso nos
choca su parálisis ante el entusiasmo revolucionario. El refugio en el ámbito
privado (la niña, la familia, la casa) contrasta con su vocación ilustrada de
cambiar la sociedad desde la educación. Hay un halo de desasimiento (¿qué
diablos querrá decir esto?), como de ausencia, de extrañamiento. Es como si
viendo pasar el río de la vida por su vera no se decidiera a tomar parte en él.
La segunda etapa, mejor dicho destino (“concurso de
traslados” esta es la fatídica palabra), es en un pueblico que muy bien pudiera
ser Juviles. Allá tuve la fortuna de acompañar a mi Gabriela particular y
comprobar cómo en la España de los ochenta todavía no nos habíamos curado de
los males que padece esta maestra de principios de los treinta. El alcalde
maleducado y déspota, la precariedad de medios, el aislamiento en mitad de la
nada, la convivencia con los niños fuera de las horas de clase. Es a pesar de
todo, el momento más feliz en la biografía de Josefina, perdón Gabriela, tal vez
por la claridad de un horizonte lleno de esperanzas. Tal vez el amor.
El último destino en el valle minero tiene decididamente
otro color. Más negro y sombrío. Los bebés que se les mueren a las pobres e
ignorantes madres en sus manos. Las invectivas reaccionarias del cura y de los
caciques. El temor por la revolución aplastada. Las represalias. La cárcel. El
final del sueño civilizatorio e ilustrado de la Segunda República. No hay
figura que mejor encarne la belleza e ingenuidad de aquel experimento político
que la de la maestra. Ideales nobles, entrega, entusiasmo frente a la España
negra, triste y clerical.
Largo rato estuvimos discutiendo sobre la calidad feminista
de Josefina. También sobre la pertinencia de juzgar épocas pasadas desde la
actual. El debate se agitó al llegar a la República y la Guerra. Después de
tanto tiempo seguimos sin ponernos de acuerdo. Seguiremos intentándolo.
PD: La torta estaba buenísima: larga vida a nuestro
coordinador; sin embargo, y por poner algún pero, diría que el té estaba pelín
aguado. Hermosa tarde de sol y libros. Otra pd: no dejen de ver el documental que trajo Castor sobre las Misiones Pedagógicas: es el libro.
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